Por Antonela Gurrieri
Hace diez días, una parte de los argentinos y los jujeños volvió a votar contra sí misma. Algunos por convicción, otros por cansancio, otros por ignorancia, y muchos por una mezcla de las tres. Y mientras la política se sacude, mientras los docentes, jubilados, médicos, mujeres y trabajadores salen nuevamente a las calles con la soga al cuello, la pregunta que flota –incómoda, urgente, devastadora– es: ¿somos tan víctimas como creemos o también somos verdugos de nuestro propio destino?
Porque hay algo que está podrido en la cultura democrática argentina: una desconexión total entre lo que votamos y lo que después exigimos. Queremos salud pública de calidad, pero votamos a quienes la vacían. Queremos sueldos dignos, pero elegimos al verdugo del salario. Queremos justicia por las víctimas de femicidio, pero ponemos en el poder a quienes desfinancian los programas de género. Queremos que el Estado nos cuide, pero votamos a quienes lo quieren dinamitar. ¿Dónde aprendimos esa lógica suicida?
En Jujuy, la ecuación es aún más perversa. Hace una década que el radicalismo concentra el poder, que disciplina a través del miedo, de la persecución judicial, del silenciamiento mediático y del látigo económico. Y aun así, volvieron a ganar. ¿Por qué? Porque la maquinaria del poder no solo se sostiene con votos cautivos o con fraude estructural. Se sostiene, sobre todo, con una ciudadanía debilitada, anestesiada, desesperanzada. Una sociedad que ya no cree en nada, pero igual vota por costumbre o por resignación. Y en ese terreno baldío crecen los Milei, los Morales, los cómplices y los verdugos.
Pero hay que ir más allá de la coyuntura. Lo que estamos viviendo es el resultado de una crisis civilizatoria del contrato democrático. La democracia se volvió una cáscara vacía para millones de personas. Un ritual cada dos años donde se elige sin pensar, sin cuestionar, sin asumir consecuencias. Votar se volvió como tirar una moneda al aire: “a ver si ahora cambia algo”. Y mientras tanto, los verdaderos proyectos políticos de transformación quedan arrinconados, caricaturizados, ignorados.
¿Y sabés qué es lo más doloroso? Que no nos educaron para la democracia. Nos educaron para obedecer, para temer, para aceptar sin chistar. Desde la escuela hasta los medios. Por eso ganan los discursos fáciles. Por eso se impone el relato del odio: porque ofrece una identidad a quienes no tienen nada. Porque Milei no ofrece un plan de gobierno, ofrece una forma de canalizar la furia. Y la furia sin conciencia es dinamita en manos de un niño.
Entonces sí, claro que hay una crisis política. Pero la verdadera crisis es ética y cultural. No se arregla con una nueva elección ni con un cambio de gabinete. Se arregla con ciudadanía activa, crítica, formada. Con un pueblo que se deje de buscar mesías y empiece a construir poder colectivo.
La pregunta que nos queda ahora, diez días después, no es solo “¿por qué votamos así?”. La verdadera pregunta es: ¿hasta cuándo vamos a seguir votando contra nosotros mismos y después reclamar como si no tuviéramos nada que ver?
Porque si no cambiamos el modo de pensar, de elegir, de organizarnos, entonces no importa quién esté en el poder: el verdugo siempre va a llevar nuestra firma.
